Revista Elements entrevistó a Jorge Oviedo, médico especialista en salud ambiental, ginecología y obstetricia, exgerente de la Empresa Pública Metropolitana de Gestión Integral (EMGIRS), exdirector ejecutivo de la Corporación para el Mejoramiento del Aire de Quito (CORPAIRE), exdirector del área de ecología urbana de la Fundación Natura y consultor internacional en ambiente y salud.
Indudablemente. Las afectaciones ambientales impactan siempre en la salud humana; existe una relación directa entre la calidad ambiental, la salud humana y la calidad de vida. Los impactos sobre los recursos naturales tienen incidencia directa en la generación de diversas patologías. Por un lado, crean condiciones propicias para que diversas enfermedades afecten al ser humano al deteriorar sus defensas inmunológicas primarias, es decir, aquellas con las que nacemos y desarrollamos en la infancia y adolescencia; y, por otro, limitan o impiden la producción de las defensas inmunológicas secundarias, es decir, aquellas que desarrollamos frente a agresiones externas específicas.
Ejemplos de esta relación directa entre deterioro ambiental y generación de diversas enfermedades, unas infecciosas por virus y bacterias, y otras no infecciosas, existen muchos: así, la mala calidad del aire genera inflamación crónica del aparato respiratorio, lo que a su vez genera un ambiente óptimo para las infecciones respiratorias por virus o bacterias; las infecciones parasitarias gastrointestinales, de piel y otras, son generadas por el deterioro de la calidad del agua por vertidos domésticos e industriales en los cursos hídricos; las intoxicaciones agudas y crónicas, que llevan incluso a diversos tipos de cánceres por el uso indiscriminado de plaguicidas en los cultivos, crean condiciones propicias para infecciones virales o bacterianas; igual sucede con afectaciones diversas por contaminación del suelo, por derrames de petróleo, combustibles y otras sustancias tóxicas.
Otro ejemplo importante, y más reciente, es la aparición de patologías derivadas de los impactos del cambio climático: enfermedades bacterianas, virales y parasitarias en pisos climáticos donde antes no existían: malaria, dengue, chicunguña, zika, entre otras. Debido al aumento promedio de las temperaturas, el hábitat de los vectores de dichas enfermedades ha cambiado y, ahora, se ha ampliado a zonas de mayor altitud y de menores temperaturas históricas.
La sostenibilidad bien entendida, sí. Es decir, aquella que contempla aspectos no solo ambientales, sino aspectos sociales, económicos, políticos y de justicia y equidad social. Debe entenderse que no es posible la sostenibilidad ambiental sin estos otros componentes.
La actual pandemia del COVID-19 ha sido suficientemente demostrativa al respecto. Solo una sólida institucionalidad del Estado en todos esos campos, solo una sociedad en la que no predomine la pobreza, miseria, ignorancia, la falta de servicios básicos, la insalubridad fruto de la injusticia y de la inequidad, puede salir adelante.
La construcción de la sostenibilidad exige, además de lo mencionado, una sociedad organizada y activa. Por ejemplo, para enfrentar con ventaja una crisis como la pandemia que actualmente vivimos, es necesario consolidar una sociedad con capacidad organizativa, que tenga la posibilidad de activar saberes y generar la distribución de funciones en su interior frente a un desastre. Ejemplos interesantes ofrecen los japoneses y los chinos: han organizado comités barriales en los que, ante un terremoto, tsunami, inundación o epidemia, se sabe quiénes hacen de enfermeros, quiénes deben hacer compras para los ancianos, quiénes reportan daños en edificios, etc.
En suma, una sociedad activa, informada, conocedora de sus derechos y deberes, tomada en cuenta, partícipe, solidaria y decidida a ser parte de las soluciones. Se sabe que esto jugó un rol fundamental en el manejo de la pandemia en Wuhan y en China en general, pues además del papel de apoyo importantísimo e informado de la sociedad, está el hecho de que una organización de esta naturaleza le saca a la gente del estado de indefensión y le impulsa a ser activa, y no dependiente absoluta de las decisiones y de las equivocaciones o aciertos del Estado.
Adicionalmente, la verdadera sostenibilidad implica también relaciones internacionales sanas, soberanas, respetuosas, justas. Las que actualmente existen no apuntan al fortalecimiento de las mejores prácticas en ningún sentido y, en esa medida, fomentan y favorecen la actual crisis, y robustecen un sistema injusto, inequitativo y, por tanto, insostenible.
No, definitivamente no. Ya en las condiciones prepandemia era muy difícil para la mayoría de países cumplir con esos objetivos, básicamente por las condiciones relatadas en la pregunta anterior: injustas relaciones internacionales, condiciones económicas y políticas internas que no atienden ni favorecen la eliminación de desigualdades sociales tan extremas como las existentes, sobreexplotación de los recursos naturales, contaminación, elevadas tasas de pobreza, desnutrición infantil, mortalidad materna, analfabetismo, etc. En semejantes condiciones, agravadas por la enorme contracción económica mundial, es imposible alcanzar los ODS para el 2030.
Las condiciones pospandemia, en mi opinión, serán peores: veremos el fortalecimiento de prácticas monopólicas, de profundización de las brechas entre ricos y pobres a nivel nacional e internacional, prácticas de segregación racial, de profundización de políticas sociales excluyentes, de individualismos desmedidos, de presiones y campañas enormes para desvalorizar y despreciar el papel del Estado y para achicarlo a niveles extremos, favorecer las privatizaciones y el consiguiente enriquecimiento de los sectores más pudientes, etc. Todo esto, con el argumento de salir de la crisis, de generar riqueza y de contar con presupuestos sin déficits.
Estos argumentos y políticas, que para muchos pueden sonar como lógicos y convincentes, conspiran contra el desarrollo sostenible. Favorecen e impulsan exactamente lo contrario, pues agravan diferencias, impiden la consolidación de un Estado que provea servicios de calidad para todos, retrasan la superación de injusticias e impiden la consecución de cualquier objetivo de desarrollo sostenible. Consiguientemente, los ODS deberán esperar un buen tiempo más para ser cumplidos, a no ser que las luchas sociales, que inevitablemente se van a dar, logren inclinar la balanza para el otro lado.
En el mismo sentido de lo anterior, creo que la perspectiva que más cabida tendrá será la de sobreexplotar los recursos naturales para “recuperar” la economía de los países productores de materia prima. Se incrementará notablemente el uso de los combustibles fósiles, pues las industrias hoy paralizadas funcionarán a plena capacidad, con el mismo argumento. En consecuencia, las acciones destinadas a combatir el cambio climático se ralentizarán y las metas de reducción de emisiones necesariamente se verán afectadas. Adicionalmente, la negativa de Estados Unidos a adoptar compromisos serios en la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), secundada ya por varios dirigentes políticos a nivel mundial, encontrarán mayores apoyos por la crisis económica generada por la pandemia y la necesidad de producir más y recuperar la economía de sus países, lamentablemente siempre bajo las mismas premisas del modelo de desarrollo actual.
Sin embargo, si algo bueno trajo esta paralización de buena parte de la industria y del transporte, es la reducción forzada de las emisiones de GEI, que ha traído interesantes beneficios en lo ambiental y en la conciencia de mucha gente, aunque no de los decisores, como se ha podido leer y escuchar en estos días.
En esta medida, creo que, una vez superada esta crisis sanitaria, se incrementarán los conflictos socio ambientales; la lucha por los derechos ambientales y de la naturaleza reaparecerá con fuerza, y veremos confrontaciones más frecuentes y radicales entre gobiernos y organizaciones sociales y de defensa de la naturaleza y el ambiente. Alinearse en la orilla de los afectados por estas visiones economicistas a ultranza y en la orilla de la defensa de los derechos sociales y de la naturaleza será fundamental y dependerá de la convicción y la ética de cada persona. Una vez más, dependerá de la ciudadanía decidir en qué dirección se inclina la balanza.
La mayor parte de impactos han sido positivos en lo ambiental: ha mejorado la calidad del aire, se han reducido las emisiones de fuentes fijas y móviles, ha mejorado la calidad del agua, porque han disminuido los vertidos industriales, que en nuestro medio son los más difíciles de eliminar. Se ha reducido la concentración de GEI en la atmósfera; se ha reducido notablemente el ruido urbano; diversas especies han retornado a espacios donde desde hace mucho tiempo no se las veía.
Esto debería dejarnos una gran lección: es el ser humano y sus actividades los directamente causantes del deterioro ambiental y de la degradación de los recursos naturales de los que a su vez necesitamos y nos nutrimos a diario. Paradoja que nos obliga a pensar seriamente en el modelo que perseguimos.
Sin embargo, también la pandemia nos deja una gran carga contaminante derivada de la atención hospitalaria e, incluso, prehospitalaria de los pacientes afectados. Se han incrementado de manera enorme los volúmenes de desechos sanitarios y, especialmente, los especiales y peligrosos, la ropa descartable contaminada, tanto de pacientes como de personal de salud, los plásticos de protección facial, los guantes, catéteres, sondas, conectores y mangueras de respiradores, etc.
Su manejo y disposición final inadecuada puede traer contaminación importante de suelos y cursos hídricos. El tratamiento previo a su eliminación final es por tanto indispensable, cuestión que está asegurada en muchas ciudades, pero, lamentablemente, no en todo el país. En consecuencia, el riesgo de contaminación de aguas, suelo e, incluso, aire por incineración a cielo abierto, es elevado.
Cabe resaltar al respecto que el trabajo pionero que realizamos desde el año 1994 con un equipo de profesionales en la desaparecida Fundación Natura, para investigar y capacitar en el tratamiento adecuado de los desechos sanitarios en todo el país, no incluyó la incineración de estos desechos, pues las emisiones de los incineradores hospitalarios eran muy peligrosas, debido especialmente a que la mayor parte de estos desechos son plásticos, lo que genera la producción de dioxinas y furanos, químicos cancerígenos.
Lamentablemente, por presiones de toda índole, en la actualidad está permitida. Con respecto al manejo de los cadáveres, hubo incongruencias. Primero, se dijo que no era necesario incinerar ni cremar; después, que sí. En la actualidad, aparentemente, se están cremando la mayoría de ellos. Si las condiciones de los crematorios en cuanto a sus emisiones y al cumplimiento de las normas ambientales son las adecuadas, no es de esperar contaminación especial del aire; desconozco al respecto si se han realizado los controles pertinentes.
Finalmente, la comercialización, sobre todo a domicilio, de productos especialmente comestibles, pero también de otra índole durante estas semanas de cuarentena, ha traído consigo un gran incremento de envoltorios, especialmente, plásticos, pues son los más fáciles de desinfectar, lo cual tiene también su impacto por el tiempo muy prolongado para su degradación en el suelo.
Por otro lado, lamentablemente, en nuestro país en estos días de cuarentena obligatoria también ha habido otros efectos ambientales negativos, especialmente por la contaminación de ríos y suelos generados por la explotación minera. Se han denunciado prácticas de extracción de minerales con gran impacto en suelos y ríos circundantes, aparentemente aprovechando la ausencia de control por parte de los organismos encargados.
Van a durar mientras dure el aislamiento y la paralización de las actividades productivas y de transporte. En cuanto se reanuden, volverá la contaminación, no solo del aire, sino de todos los recursos naturales, puesto que no se ha generado ninguna modificación en el modelo productivo ni en el uso o el cambio de insumos o de tecnologías, y mucho menos de modelo de desarrollo. En suma, la contaminación regresará de manera proporcional al volumen de actividades que paulatinamente se vayan abriendo.
En el caso de Quito, donde en la época de funcionamiento de la CORPAIRE dejamos una red de monitoreo de aire que tiene un buen manejo técnico y un protocolo de aseguramiento de la calidad de sus mediciones, se seguirán reportando los contaminantes llamados criterio, que poco a poco regresarán a sus niveles usuales.
De ellos, el material particulado fino es el que me genera más preocupación, especialmente por su promedio anual, que rebasa desde hace varios años el límite establecido en la Norma Ecuatoriana de Calidad del Aire, y con creces a los límites de las Guías de la OMS. Esto supone una exposición permanente de la población a este contaminante, que es generador de inflamación crónica del aparato respiratorio, e incluso, de cáncer broncopulmonar. No preveo la generación de contaminantes distintos a los ya conocidos, al menos en el corto plazo.
El reto es el de siempre: es indispensable repensar el modelo de desarrollo en el que estamos inmersos como país, pues este modelo escogido (o, mejor dicho, impuesto), es el que genera la destrucción ambiental, la sobreexplotación de todo tipo de recursos; el que privilegia la riqueza frente al ser humano y frente al respeto y a las consideraciones ambientales y de la naturaleza.
Es este modelo de desarrollo el que causa contaminación, el que causa el cambio climático, el que genera la tala de los bosques, la explotación minera sin ninguna consideración ambiental, la pesca sin límites, etc., pues busca la máxima rentabilidad al menor costo posible, bajo un esquema estrictamente monetarista, que no toma en cuenta los costos socio ambientales ni de salud pública.
A nivel mundial, en mi opinión, es lo más probable. El desenfreno por recuperar la economía encontrará el terreno propicio para reducir estándares de comportamiento ambiental y la permisividad será la norma.
En el caso del Ecuador, dadas sus limitadas capacidades industriales, y la magnitud de la crisis económica, ese posible incremento se dará en un largo tiempo; no será inmediato.
La economía verde es una utopía que no se hará realidad mientras persista el escenario en el que se desenvuelven las actividades productivas y económicas mundiales, caracterizado por la desigualdad en el comercio, por los intereses políticos y económicos siempre por encima de los intereses sociales y ambientales. Mientras las relaciones sociales, económicas y políticas mantengan el esquema actual, no hay cabida para la llamada economía verde; menos aún después de la recesión económica derivada de la pandemia, en la que lo único que primará será la recuperación del lucro cesante, sin ninguna consideración ambiental ni social.
Existirán, sí, incrementos de los negocios alrededor de la explotación de la biodiversidad, de la industrialización de los residuos y otros relacionados con los recursos naturales, pero la economía verde está muy lejos de ser una realidad.
Hay experiencias aún embrionarias o al menos limitadas pero muy interesantes, desarrolladas por algunas comunidades campesinas, indígenas, afro y algunos pequeños finqueros, que se están profundizando en esta situación de crisis, o replicando en otros espacios sociales. Por ejemplo, en Chamanga, una de las comunidades sacudidas por el último terremoto, la población se ha asociado para hacer trueque con otras comunidades: ellos obtienen pescado del mar, lo cambian por arroz, verde, lenteja, leche o carne de ganado en otros poblados y luego los distribuyen para todos. Similares actividades se están desarrollando en Río Verde y Chontaduro, y en varios países latinoamericanos como México, Bolivia, Perú, entre otros.
Algunas comunidades indígenas han salido a donar sus cultivos para las ciudades, como sucedió con Guayaquil y otras comunidades más pobres o golpeadas por esta crisis sanitaria y económica. Igualmente, organizaciones campesinas del litoral están armando centros de acopio en las ciudades grandes y llevando alimentos a poblados más pequeños. Desde el Estado, ha habido muy poco apoyo a los pequeños productores, que son quienes aseguran la provisión de la mayor cantidad y variedad de alimentos al país.
Lamentablemente, lo que está predominando es el acaparamiento, la escalada de precios, la comercialización a través de los grandes intermediarios, agravada por las dificultades de los productores de hacerlo directamente debido a la cuarentena y a sus limitadas capacidades de transporte autónomo.